Luciano Pellicani, sociólogo político orteguiano. “In memoriam”.*
El pasado mes de Abril, recién cumplidos los 81 años, fallecía en Roma Luciano Pellicani, sociólogo político de renombre internacional, aparte de hispanofiloyadmirador y divulgador incansable de la obra de Ortega y Gasset.
Oriundo de Ruvo di Puglia, en la provincia de Bari, se formó académicamente en Roma. Fue profesor en las Universidades de Urbino y Nápoles pero el lugar desde el que ejerció su magisterio y donde consolido su prestigio fue la romana Universidad Libre Internacional de Ciencias Sociales (LUISS en su sigla italiana).
Su muy vasta obra incluye títulos tales como “La génesis del capitalismo y los orígenes de la modernidad”, “De la sociedad cerrada a la sociedad abierta”, “La sociedad de los justos” y “De la ciudad sagrada a la sociedad secular”.
La línea de fondo de las ideas de Pellicani converge en la tesis de que son aquellas sociedades capaces de alumbrar una sociedad civil y un régimen de libertades públicas las que impulsan y deciden el curso de la modernidad, época a época. Hay otra alternativa, de signo estatal y/o religioso, que tiende por el contrario a paralizar el mencionado curso. El autor se remonta a la rivalidad entre Atenas y Esparta pero el punto de inflexión en el que se detiene es el origen del capitalismo. Para Pellicani – en contra de la famosa hipótesis de Max Weber a la que considera un “mito”-, el factor decisivo en el nacimiento del capitalismo no es la adopción de la ética del trabajo por parte del calvinismo sino el surgimiento, en la Baja Edad Media y siglos subsiguientes, de una red de ciudades-Estado liberadas de la tutela del Imperio o el Papado, que fomentaron la aparición de una protoburguesia de ciudadanos libres y un comercio de amplio espectro convertido en motor económico central. Todo ello en contra del puritanismo ascético de la reforma calvinista, lo mismo que de la reacción contrarreformista. A este respecto, los dos ejemplos relevantes que señala el autor son los de Venecia y Amsterdam.
Ya entrados en el siglo XX, la postura política de Pellicani, alejada tanto de la Democracia Cristiana como del PCI, fue la de un reformismo socialdemócrata, laico y liberal, ajeno a las fórmulas revolucionarias,
fascistas o comunistas, que fiaban el porvenir a una suerte de “gnosticismo” purificador, traducido en la práctica en la eliminación física de los
adversarios. Esto le hizo simpatizar con el Partido Socialista Italiano, cuya revista “Mondoperaio” dirigió durante muchos años, dotándola de una
amplitud de miras intelectual no exenta de amenidad. También colaboró estrechamente con Bettino Craxi. Las esperanzas iniciales de haber logrado implantar, por fin, la “tercera vía” reformista terminaron como se sabe con la caída en desgracia de Craxi, acusado de un trama de corrupción progresivamente puesta al descubierto. Lo cual perjudico sin duda a Pellicani, quién reconoció con amargura que el ansia de poder había acabado por prevalecer en su jefe político, por encima de cualquier otra cosa.
Refugiado en el trabajo intelectual, el autor volvió a su terreno más productivo, liberandose de esa “tentación política” que tan mal suele acabar entre los intelectuales, de Platón a Voltaire e incluso Heidegger.
Empece recordando la condición de orteguiano de Pellicani. Todo se remonta a un verano en Santander donde fue pionero de los cursos de la UIMP. Allí parece que empezó su idilio tanto con nuestro país como con Ortega y Gasset.
De este último sacaba provecho en cualquier ocasión y, además, le dedicó uno de los mejores libros que se han escrito sobre nuestro gran clásico en su condición de sociólogo -“La sociología histórica de Ortega y Gasset”,
aparecido en 1987. Aquí Pellicani rompe con la extendida idea de que la obra póstuma de Ortega “El hombre y la gente” es un simple bosquejo, para
encontrar en ella una teoría de la acción social que superaría en profundidad tanto a Durkheim como a Max Weber. Igualmente el autor explora el liberalismo y el europeismo orteguianos, señalándolos como precedentes de las modernas teorías en torno a las relaciones entre el Estado y la sociedad. Pellicani valoraba especialmente el pasaje orteguiano en el que el autor de “La rebelión de las masas” entendía que el Estado debería asemejarse a una “piel” del cuerpo social -algo fino y protector- y nunca a un “aparato ortopédico”.
Y fue precisamente Ortega el centro de una de las últimas empresas intelectuales en las que se embarcó nuestro sociólogo: un congreso internacional organizado por la Universidad de Perugia que dio lugar al
volumen colectivo “Rileggere Ortega y Gasset in una prospettiva sociologica”, publicado en 2018.
Por supuesto, Pellicani mantuvo una muy cordial relación con Soledad Ortega y la Fundación Ortega y Gasset (hoy Ortega-Marañon), visitando Madrid en más de una ocasión por ese motivo y atendiendo asimismo otras invitaciones como la que yo mismo le cursé desde la Universidad Complutense.
En el tu a tu, la figura que evocamos fue un personaje entrañable: dotado de un elegante sentido del humor, conversador infatigable, excelente anfitrión – recuerdo con nostalgia más de una cena con el en su querido
Trastevere-, cinefilo empedernido y futbolero a muerte del Milan (hasta el extremo de que el libro-homenaje que se le dedicó en 2012, en el que tuve el honor de colaborar, viene clausurado por una breve contribución del gran ex-centrocampista del club milanés, Gianni Rivera).
Hoy decimos adiós desde la grada de un campo de competición de ideas y polémicas a quien supo ser con diferencia un auténtico número uno.
Hasta siempre, Luciano.
JOSÉ E. RODRÍGUEZ-IBÁÑEZ
* Il testo qui riportato è stato pubblicato da El Pais in data 12 maggio 2020,( si ringrazia par la gentile concessione).
La nostra redazione è onorata di pubblicare di seguito l’articolo inviatoci dal prof. Gaetano Pecora (ordinario di Storia delle dottrine politiche presso la Facoltà di Economia dell’Università del Sannio).*
L’ intransigenza intellettuale di Pellicani
Come è vero che la morte attesa giunge sempre inattesa! Già da qualche settimana sapevamo che Luciano Pellicani stava male. Quando però è giunta la notizia della fine siamo rimasti percossi da un senso di sgomento, e la prova che lui fosse tanto importante per noi è che di colpo ci siamo sentiti diminuiti, come se una parte della nostra realtà non ci fosse più: non più lunghe chiacchierate da cui uscivi magnificamente arricchito; non più suggerimenti di letture che poi ti avrebbero segnato per sempre; e soprattutto non più il brio indiavolato di quella sua conversazione a tutto campo (pure sui calciatori della serie B sapeva ogni cosa!) dove i fatti venivano illuminati dalle teorie e le teorie corroborate dai fatti. Fatti che, col sostegno di una memoria prodigiosa, venivano pigliati a man salva da ogni parte e che poi venivano incastonati in pagine dove prendevano precisione di rilievo le sue tesi.
Dopo Urbino e Napoli, Pellicani ha insegnato Sociologia alla LUISS (che in ultimo l’aveva nominato professore emerito). Lì, in anni risalenti, ho avuto il privilegio di collaborare con lui ed è perciò soprattutto in quell’ambiente che, in seguito, con i miei alunni romani (ma non solo), mi è capitato di discutere della sua produzione. Ecco perchè molti di quei giovani – i più avvertiti, almeno – sanno tutto di lui. Sanno per esempio che proprio grazie ai suoi libri e alle sue iniziative editoriali la nostra repubblica delle lettere può oggi cimentarsi con l’opera di Ortega y Gasset e Guglielmo Ferrero. Autori di cui fino a tempi recenti appena si bisbigliava. Conoscono altresì i filati ragionamenti che fin dalla metà degli anni ’70 Pellicani prese a svolgere con Dinamica delle rivoluzioni e I rivoluzionari di professione e che da qui – con una coerenza che dà la misura delle sue convinzioni – lo hanno condotto alle produzioni successive (per tutte: La società dei giusti e Jihad: le radici, dove ben prima che volasse alta la fama dello “scontro tra le civiltà” Luciano plastificava il duello esistenziale tra due culture – l’occidentale e la musulmana – costitutivamente incompatibili e reciprocamente repulsive). E sanno anche che nel suo Saggio sulla genesi del capitalismo, passione e chiarezza bruciano insieme d’un sol fuoco che fa come un grande falò delle interpretazioni tradizionali, specie quelle marxiste e weberiane.
Tutto questo lo sanno. Quello che forse non sanno è l’asperità dei tempi in cui Pellicani si è trovato a maturare i suoi convincimenti. Erano anni, quelli, in cui la proprietà privata e il mercato venivano fulminati d’anatema come la fonte d’ogni bruttura e la matrice di tutte le perversioni. In cui le garanzie costituzionali erano svilite come libertà “borghesi” che il proletariato in armi avrebbe precipitato nella voragine delle cose superate dal tempo. Il quale tempo aveva attaccato come un nuovo movimento nella “Patria del socialismo” cui gli uomini – redenti dall’avidità e dalla cupidigia – avrebbero dovuto abbandonarsi con il trasporto di una primavera interiore. Ecco: in questo clima che avvolgeva come un sudario funebre la civiltà liberale, prese a levarsi la voce di Pellicani. Che dimostrava all’incontrario come il mercato fosse la condizione necessaria, ancorché non sufficiente, delle libertà; le quali libertà non si riducono ad ingannevole simulacro “formale” perchè senza di esse la stessa eguaglianza si commuta in tragica beffa, come appunto in Unione Sovietica. Insomma era una voce che non ne passava una per buona e che faceva tremendamente stecca sul conformismo gregale dell’epoca. Facile immaginare la reazione: quello era il momento in cui la difesa del mercato e la denuncia della tirannia comunista cagionava le contumelie o addirittura l’espulsione dalla comunità scientifica. Se non proprio qualcosa di peggio. “Qualcosa di peggio”: a cosa si allude? Sia consentito qui, magari solo per un attimo, aprire uno spiraglio nella camera oscura delle esperienze personali dove ritrovo un episodio che la dice lunga sui gravi repentagli cui venivano esposti gli “eretici” del tempo.
Ricordo come fosse ieri il primo incontro con Pellicani. Dopo esserci scritti, mi aveva dato appuntamento a Napoli nella sala dei professori di Sociologia, che allora si trovava a Mezzocannone. Salivo la rampa delle scale, quando nel punto esatto in cui fanno curva a sinistra, mi capitò di levare lo sguardo in alto. E fu allora che mi accorsi di una scritta a vernice rossa che deturpava il muro. L’aveva concepita una mano fanatica che minacciava così: PELLICANI, ATTENTO: IL VENTO FISCHIA ANCORA (ed era assai più che una smargiassata se è vero che poco tempo dopo il suo nome fu trovato in una lista di docenti da gambizzare). Confesso che ne rimasi turbato. Turbato, non impaurito. E anzi mi convinsi che quello era l’uomo giusto per la mia sensibilità. Perché, in fondo, ai giovani piace l’intransigenza intellettuale e una certa severità morale; anche se poi sono discoli per proprio conto. E fu così, auspice anche quella cornice rossa, che nacque la nostra amicizia. L’amicizia, beninteso, che può correre tra un Maestro generoso e un allievo affezionato. E tanto più affezionato gli diventava l’allievo, quanto più gli riuscivano gradite non solo le idee ma il modo stesso di esporle. Perché dove altri erano felpati nei giudizi e rotondi negli aggettivi, lì Pellicani attaccava frontalmente e senza masticare le parole. Diciamo la verità: quando tutti alludono, quando tutto diventa colloso e sofficemente accomodante, fa bene qualche scoppio di collera con tanto di cazzotto sul tavolo.
Di questa spigolosa intransigenza è piaciuto all’allievo rendere oggi testimonianza. Che evidentemente è una testimonianza di stima. L’affetto ne è la naturale prosecuzione che solo nel momento del commiato ha saputo rompere il velo geloso del riserbo.
Gaetano Pecora
* Il testo qui riportato è stato pubblicato da Il Sole 24 Ore in data 19 aprile 2020 ( si ringrazia par la gentile concessione).